(He aquí el segundo de los artículos que publiqué en esa (¿loca, excéntrica?) aventura llamada Singular magazine que iniciamos unos cuantos hace un año y que llegó a su fin el pasado mes de enero).
La
fotografía documental se caracteriza por el realismo y la mayor exactitud posible en las imágenes, al contrario que la fotografía de moda, que posee un código fotográfico propio, con unas reglas, unos giros y un léxico propios y constituye por sí misma un lenguaje particular en el que la experimentación es la base del mismo.
Terry Richardson, hijo del conflictivo y tumultuoso fotógrafo americano Bob Richardson, rompe con todos los estereotipos de la fotografía de moda en su trabajo. Con un lenguaje particular, a medio camino entre la fotografía documental y la artística, Terry ha creado un universo simbólico muy definido, con el que consigue remover los cimientos de la puritana sociedad americana, sirviéndose para ello de una simple pared blanca y una potente luz blanca frontal.
Richardson es radical, explícito, transgresor y polémico y la atmósfera que rodea sus fotografías es decadente y sórdida; lo mismo fotografía a modelos, diseñadores o la «beautiful people» en general como a personas anónimas o incluso a sí mismo, desnudo.
Desde hace nueve meses, Terry Richardson, al igual que su amigo Oliver Zahm ―editor de la revista
Purple―, fotografía todo y a todos los que se cruzan en su camino, famosos o anónimos, flores o paisajes, escaparates o zapatillas deportivas.
Es su particular diario visual en el que las palabras casi no existen, pero no es una diario de una celebridad al uso, la marca «Richardson» se percibe en cada uno de sus disparos, eso sí, mucho más dulcificados que en su trabajo personal, campañas publicitarias y editoriales.
Internet y las redes sociales han sacado a la luz al exhibicionista y al voyeur que todos llevamos dentro; unos, seducen mostrando su vida a cada instante; otros se deleitan observándoles, pero nadie se mantiene indiferente cuando se trata del día a día de Terry Richardson.